En busca del objeto de perdido
A cuatro décadas de la creación del
Centro de Estudios en Ciencias de la Comunicación
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Felipe López Veneroni*
Comienzo por confesar mi resistencia a la denominación de nuestro Centro: con lo de “estudios en comunicación” habría sido suficiente, de la misma manera que hay un centro de estudios sociológicos (y no en ciencias sociológicas), o bien, un centro de estudios latinoamericanos (y no en cienciaslatinoamericanas). ¿Por qué hemos de llamar al nuestro “Centro de Estudios en Ciencias de la Comunicación”, cuando no hacemos epistemología, ni analizamos las propiedades formales de los conceptos, ni estudiamos la correspondencia lógica entre la estructura de un modelo teórico y su operación metodológica?[1] ¿Qué tendría de malo, ateniéndonos a la prudencia que aconseja la navaja de Ockham, llamarlo simplemente Centro de Estudios en Comunicación?
Si bien es un detalle aparentemente de forma, encierra un fondo que resulta más interesante: nos narra la transición de un espacio originalmente pensado para la formación de periodistas y el análisis del periodismo que de repente, como le pasó a Colón, se topó con un nuevo objeto que resultó todo un Continente. Al desdoblarlo, sorprendió su vastedad y las múltiples direcciones en las que apuntaba parecían convertirlo en algo inasible. Quizás por eso todavía no nos atrevemos a cortar el cordón umbilical que creemos liga nuestro objeto al estudio específicamente a los medios de información, difusión y entretenimiento.
El tránsito del periodismo a la comunicación no significa una mera desprovincialización académica, que se habría logrado al ampliar el rango de un campo—el de la prensa escrita—a otros medios: radio, televisión, cine y, más recientemente, a todo ese cúmulo de nuevas tecnologías que, en apariencia, poseen el don de la ubicuidad y de cuyas implicaciones ya nos había advertido Borges[2]. Supone, más bien, reconocer que se ha salido de un territorio relativamente bien delimitado para entrar en un bosque cuya verdadera dimensión está oculta por sus propios árboles, o en un páramo engañosamente llano y liso, pero que en realidad está repleto de oquedades y arenas movedizas.
El desdoblamiento de este nuevo territorio es una virtud de la riqueza temática y conceptual de lo comunicativo, no un defecto. Sin embargo, parecería que nos resistimos a explorarlo más allá de sus senderos convencionales. Nos sigue costando mucho trabajo entender que nuestro objeto de estudio no reverbera estático en las ondas electromagnéticas, ni está prensado en las primeras planas de los diarios, o digitalizado como código binario en un programa cibernético, sino que se encuentra vivo—y siempre lo ha estado—en la complejidad simbólica que anida en la palabra.[3]
El itinerario al que nos invita la exploración de este nuevo territorio es el desfetichizar la comunicación. ¿Qué se quiere decir con esto? En principio y a semejanza de la crítica de Marx a la concepción del valor de las mercancías propuesto por la economía política clásica[4], implica dejar de ver la comunicación como una sustancia inmanente a las tecnologías de difusión y comenzar su reconstrucción—histórica[5] y antropológica[6]—como propiedad inalienable del sujeto, es decir, como una práctica constitutiva de la realidad social, expresada en la compleja multiplicidad de las interacciones colectivas.
Puede ser que nuestra disciplina, o nuestras disciplinas, sean relativamente nuevas. La comunicación, en cambio, no lo es. Conforme avanzamos en el tiempo, más advertimos que debemos retroceder en él. Tampoco saldría sobrando una operación análoga a la que emprendió Durkheim en el campo sociológico, no para imitar a la sociología, sino para replantear, desde nuestra óptica, lo que podríamos denominar las formas elementales de la vida comunicativa.
Supongo que no faltará quien quiera ver en el arte rupestre de Altamira el prototipo neolítico del cinematógrafo, o bien un antecedente de los documentales que transmite Animal Planet. Sin embargo, me parece que la cosa va por otro lado. Descubrir la complejidad de un objeto que todavía está por constituirse, nos llevaría al reencuentro de la comunicación con los debates en torno de la teoría social. No podemos pensar la posición que ocupa nuestro objeto y sus posibles trayectorias, sino como parte interactiva de un campo de relaciones conceptuales que definen—y que se definen en—la investigación de los problemas sociales en su conjunto. En todo caso, me parece debemos ver la comunicación como una propiedad consustantiva del sujeto humano y no como privilegio tecnológico de una época.