29 de agosto de 2011

Un ensayo sobre comunicación, lenguaje y antropología


En busca del objeto de perdido

A cuatro décadas de la creación del
Centro de Estudios en Ciencias de la Comunicación
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Felipe López Veneroni*

Comienzo por confesar mi resistencia a la denominación de nuestro Centro: con lo de “estudios en comunicación” habría sido suficiente, de la misma manera que hay un centro de estudios sociológicos (y no en ciencias sociológicas), o bien, un centro de estudios latinoamericanos (y no en cienciaslatinoamericanas). ¿Por qué hemos de llamar al nuestro “Centro de Estudios en Ciencias de la Comunicación”, cuando no hacemos epistemología, ni analizamos las propiedades formales de los conceptos, ni estudiamos la correspondencia lógica entre la estructura de un modelo teórico y su operación metodológica?[1] ¿Qué tendría de malo, ateniéndonos a la prudencia que aconseja la navaja de Ockham, llamarlo simplemente Centro de Estudios en Comunicación?
      Si bien es un detalle aparentemente de forma, encierra un fondo que resulta más interesante: nos narra la transición de un espacio originalmente pensado para la formación de periodistas y el análisis del periodismo que de repente, como le pasó a Colón, se topó con un nuevo objeto que resultó todo un Continente. Al desdoblarlo, sorprendió su vastedad y las múltiples direcciones en las que apuntaba parecían convertirlo en algo inasible. Quizás por eso todavía no nos atrevemos a cortar el cordón umbilical que creemos liga nuestro objeto al estudio específicamente a los medios de información, difusión y entretenimiento.
       El tránsito del periodismo a la comunicación no significa una mera desprovincialización académica, que se habría logrado al ampliar el rango de un campo—el de la prensa escrita—a otros medios: radio, televisión, cine y, más recientemente, a todo ese cúmulo de nuevas tecnologías que, en apariencia, poseen el don de la ubicuidad y de cuyas implicaciones ya nos había advertido Borges[2]. Supone, más bien, reconocer que se ha salido de un territorio relativamente bien delimitado para entrar en un bosque cuya verdadera dimensión está oculta por sus propios árboles, o en un páramo engañosamente llano y liso, pero que en realidad está repleto de oquedades y arenas movedizas.
     El desdoblamiento de este nuevo territorio es una virtud de la riqueza temática y conceptual de lo comunicativo, no un defecto. Sin embargo, parecería que nos resistimos a explorarlo más allá de sus senderos convencionales. Nos sigue costando mucho trabajo entender que nuestro objeto de estudio no reverbera estático en las ondas electromagnéticas, ni está prensado en las primeras planas de los diarios, o digitalizado como código binario en un programa cibernético, sino que se encuentra vivo—y siempre lo ha estado—en la complejidad simbólica que anida en la palabra.[3]
     El itinerario al que nos invita la exploración de este nuevo territorio es el desfetichizar la comunicación. ¿Qué se quiere decir con esto? En principio y a semejanza de la crítica de Marx a la concepción del valor de las mercancías propuesto por la economía política clásica[4], implica dejar de ver la comunicación como una sustancia inmanente a las tecnologías de difusión y comenzar su reconstrucción—histórica[5] y antropológica[6]—como propiedad inalienable del sujeto, es decir, como una práctica constitutiva de la realidad social, expresada en la compleja multiplicidad de las interacciones colectivas.
     Puede ser que nuestra disciplina, o nuestras disciplinas, sean relativamente nuevas. La comunicación, en cambio, no lo es. Conforme avanzamos en el tiempo, más advertimos que debemos retroceder en él. Tampoco saldría sobrando una operación análoga a la que emprendió Durkheim en el campo sociológico, no para imitar a la sociología, sino para replantear, desde nuestra óptica, lo que podríamos denominar las formas elementales de la vida comunicativa.
     Supongo que no faltará quien quiera ver en el arte rupestre de Altamira el prototipo neolítico del cinematógrafo, o bien un antecedente de los documentales que transmite Animal Planet. Sin embargo, me parece que la cosa va por otro lado. Descubrir la complejidad de un objeto que todavía está por constituirse, nos llevaría al reencuentro de la comunicación con los debates en torno de la teoría social. No podemos pensar la posición que ocupa nuestro objeto y sus posibles trayectorias, sino como parte interactiva de un campo de relaciones conceptuales que definen—y que se definen en—la investigación de los problemas sociales en su conjunto. En todo caso, me parece debemos ver la comunicación como una propiedad consustantiva del sujeto humano y no como privilegio tecnológico de una época.



II
Al funcionalismo de Laswell, que abstrae del mundo real un emisor especializado y un receptorneutralizado, sometido a la omnipotencia de medios que nos bombardean con mensajes auto-replicantes y auto-referenciales, se opone, primeramente, la antropología estructural de Lévi-Strauss. La antropología estudia al hombre y sus formas básicas de organización. Lo primero que advierte es que el hombre es el único animal capaz de dialogar consigo mismo. No hay actividad humana, por básica que sea, que no esté acompañada de y preñada por el lenguaje, por un sistema lingüístico que es, simultáneamente, estructura formal y discurso concreto, es decir, praxis dialógica[7].
      No es casual que la visión de la antropología de Lévi-Strauss esté sustentada en la lingüística. La deuda conceptual que Lévi-Strauss reconoce con la obra de Saussure, como matriz de su propio campo problemático, equipara parcialmente la antropología con la comunicación. Antes que otra cosa, nos dice Lévi-Strauss, la antropología es un diálogo del hombre con el hombre. Este diálogo no depende de ninguna tecnología, sino de una estructuración específicamente cultural: la vida de los signos en el seno de la vida social[8].
     De hecho, antes que fincar un territorio autónomo que reflejase el objeto específico de la antropología, Lévi-Strauss le encuentra “acomodo” dentro del campo problemático más amplio de la semiología (que, siguiendo a Saussure, “aún está por nacer”) y argumenta:

 Concebimos a la antropología como el ocupante de buena fe de ese dominio de la semiología que la lingüística no ha reivindicado como suyo; y esto en espera de que, cuando menos por lo que atañe a algunos sectores de dicho dominio, se constituyan ciencias especializadas en el seno de la antropología[9]

Al margen de toda pretensión megalomaníaca, no me parece sensato apresurar la hipótesis de que la ciencia de la comunicación constituye el dominio general de la semiología, dentro del cual han encontrado acomodo la lingüística y la antropología. Pero tampoco desecharía del todo la idea de que la comunicación fuese otro vecino de buena fe de aquellos dominios de la semiología que la antropología o la lingüística no hayan reivindicado como suyos.
     Por otra parte, más que constituirse como ciencia especializada en el seno de la antropología, pienso que la comunicación podría entenderse como un punto de convergencia en el que ciertos aspectos de naturaleza antropológica—las estructuras básicas de la organización social—y ciertos aspectos de naturaleza lingüística—los sistemas de significación formal (lógica) y ordinaria (habla)—se proyecten en una nueva dirección: las dinámicas de acción intersubjetiva que, opuestas a la reproducción especializada de un discurso socialmente establecido (información)[10], generan y transforman determinadas comunidades de sentido.
     A esa fetichización funcionalista también se oponen, desde otra óptica, el formalismo simbólico de Ernst Cassirer y la fenomenología de Paul Ricoeur. El primero, desde una dialéctica de lo simbólico que, alejándose del gran proyecto que Kant imaginó para la modernidad, propone una crítica de la cultura como condición previa a toda crítica de la razón; el segundo, desde una hermenéutica que, en dirección inversa al estructuralismo de Saussure y Lévi-Strauss, concibe al lenguaje como un sistema de signos, sí, pero que sólo adquiere sentido cuando se transforma en habla, es decir, cuando pasa a ser acción discursiva y discurso activo.
        Antes que racional o político, nos dice Cassirer, el hombre es un animal simbólico. La interacción consigo mismo y con el mundo no es sólo un asunto de adaptación biológica, de elaboración de herramientas y tecnologías, ni del cúmulo de respuestas a una serie de estímulos matemáticamente medibles. Supone, sobre todo, el desarrollo de un complejo entramado de significaciones, tejido por el propio ser social, a través de cuya mediación éste se presenta y representa ante el mundo, a la vez que, por medio de ese mismo entramado, hace del mundo un referente visible e inteligible[11].
     El lenguaje, el mito, el arte y el conocimiento expresan ese entramado diverso como cultura, pero todas sus formas irradian de un núcleo problemático central: la facultad del pensamiento simbólicocomo condición misma de la comunicabilidad. Cassirer advierte la necesidad de distinguir la conducta que resulta de la reacción a ciertos estímulos, de las formas de interacción específicamente sociales y orientada por el sentido y el pensamiento proposicional. Aquélla está ligada a la esfera de las señales; éstas, a la del signo y el símbolo.
     Precisa Cassirer:
Todos los fenómenos descritos comúnmente como reflejos condicionados no sólo se hallan muy lejos sino en oposición con el carácter esencial del pensamiento simbólico humano; los símbolos, en el sentido propio de esta palabra, no pueden ser reducidos a meras señales. Señales y símbolos corresponden a dos universos diferentes del discurso: una señal es una parte física del mundo del ser; un símbolo es una parte del mundo humano del sentido. Las señales son “operadoras”; los símbolos son “designadores”.[12]

Por su parte y en una relectura seria de Aristóteles, Paul Ricoeur sostiene que el problema de la comunicación no es la mecánica del “quién dijo qué, a quién, cómo y cuándo”, sino, más bien, ladinámica de qué es lo que se quiere decir, qué es lo que en realidad se dice, qué es lo que se acabaentendiendo y, quizás más importante para repensar el problema de la comunicación, cómo ese entendimiento se traduce, o no, en acción significativa[13]. No hay acción que no sea discurso ya que el propio discurso es, también, una forma de acción.
       La comunicación, entonces, no es un sistema cerrado de circulación de señales que, para efectuarse, debe superar el “ruido” entrópico y alcanzar el “feedback” empático. Entre la intención de lo que se quiere decir <análisis de contexto>, la articulación de lo que se dice <análisis formal de la configuración enunciativa>, los procesos de resignificación del sentido que supone entender lo que se dijo y lo que quiso decir <interpretación de primer y segundo grados> y las relaciones prácticas a las que este complejo de conexiones nos conduce <pragmática acción/discurso>, se abre todo un horizonte polisémico que es el meollo mismo del objeto de la comunicación[14].
     Lejos estría la comunicación de ser un proceso mecánico y mucho menos automático de transmisión/recepción pasiva de señales. De hecho, en el mundo concreto, en la realidad práctica, todo sujeto es, a un tiempo, emisor-receptor precisamente porque es intérprete y actante de su propio discurso y del sentido que confiere al discurso de otros. Sin otredad no hay identidad y, consecuentemente, tampoco hay co-municación. Más que buscar los equilibrios para mantener la homogeneidad del sistema, habría que resaltar la heterogeneidad en que se pluralizan, la mayoría de las veces en oposición al sistema, los procesos de significación en las interacciones colectivas.
       Tal vez esto tenga un cierto tinte romántico e idealista. Pero no olvidemos que el verdadero poder del Nacional Socialismo alemán, como lo descifró Cassirer con extraordinaria lucidez en El mito del Estado[15], no fue el uso del cinematógrafo, de la radio o de los carteles en sí mismos, sino elcontenido de un discurso que se expresó como acción política y una política del manejo discursivo que, de manera efectiva, negó la posibilidad a cualquier otra forma de acción política. Los medios no fueron sino el vehículo material de una operación más compleja: la distorsión de ciertas formas simbólicas que, proyectadas contra el inconsciente histórico de una colectividad materialmente abatida, modificó sus formas de relación y el tejido de su interacción para, más allá de los medios, deformar el sentido de las palabras y, con ello, la acción misma de la sociedad. [16]
     ¿No está este fenómeno también presente en el totalitarismo estalinista, en la lógica de los fanatismos de cualquier signo, o aun en la apropiación discursiva de la historia nacional que proyectó al PRI como la fuerza hegemónica en la política mexicana durante casi siete décadas? Parecería que la coyuntura inmediata de las tecnologías de la información nos impide ver la profunda sutileza histórica de procesos de manipulación cultural que, a través de la apropiación del lenguaje y la “legítima” monopolización del discurso, han permitido a instituciones como la iglesia Católica, por ejemplo, dominar durante siglos los sistemas de representación cultural de Occidente y mantenerse, aún hoy, como una fuerza social y política de consideración.
     También es el caso de 1984, la novela apocalíptica de George Orwell sobre un futuro totalitario[17]. Las lecturas convencionales de esta obra suelen poner énfasis en el uso de la televisión como ese panóptico mediante el cual el Hermano Mayor observa permanentemente a la sociedad, mientras que  ésta, por su parte, está obligada a escuchar solo lo que el Hermano Mayor dice. Pocos reparan, sin embargo, en que el verdadero factor de poder en la novela—aquello por lo cual se genera un estado de desconcierto y temor generalizados—es precisamente ese “decir” que se traduce como manipulación del lenguaje y monopolización del discurso.
     A través de la lógica irracional del double talk (la duplicidad o, mejor, la indeterminación enunciativa), el Hermano Mayor ejerce un control absoluto incluso sobre sus más cercanos colaboradores, ya que subvierte las palabras en significantes totalmente discrecionales, es decir, en elementos de significación que carecen de significado. El verdadero acto político del Hermano Mayor constituye un golpe de estado lingüístico, ya que, como ocurrió en la Alemania Nazi, se suprimen las convenciones semánticas de la lengua y el habla: lo que hoy quiere decir algo, mañana puede decir exactamente lo contrario, de tal suerte que no hay asidero posible a un sistema socialmente válido de referentes lingüísticos.
      Aun si un personaje, para justificar una acción o una decisión determinada, se apega a lo que el Hermano Mayor acababa de decir apenas el día anterior, resulta que como al día siguiente ya no tiene el mismo significado, ese personaje es enjuiciado por traición al Estado. Más que el uso del medio televisivo, el verdadero poder del Hermano Mayor consiste en un imperio sobre la función designativo-significativa del lenguaje, lo que le permite anular toda posibilidad de comunicación. Anular la comunicación—es decir, crear un estado de zozobra parlamentaria y de silencio generalizado que mantiene a la colectividad en vilo—equivale a anular, precisamente, a la comunidad.



III
Desde una temporalidad más próxima a nuestro presente, la de una renovación de la teoría crítica que acaba siendo su transfiguración total, Jürgen Habermas proyecta la comunicación como pragmatismo dialógico orientado a la acción social concertada. Ubica esta acción en una zona intermedia entre lo puramente ético-normativo y lo puramente instrumental. Esta zona intermedia la define Habermas como racionalidad argumentativa[18].
      Montado en la tipología de la acción de Weber[19], Habermas sostiene que si la racionalidad ético-normativa corresponde a una acción con arreglo a valores y la racionalidad instrumental, a una con arreglo a fines, la racionalidad argumentativa corresponde a la acción comunicativa. ¿Qué es comunicar? Entre otras cosas, construir un acuerdo capaz de orientar la acción hacia objetivos previamente reconocidos como válidos por la comunidad y, a su vez, es un modo de acción que, al generar las condiciones de un mutuo entendimiento, proyecta el lenguaje como fuerza de cohesión intersubjetiva del mundo de vida, i.e., el espacio de vida social opuesto a las intromisiones del sistema.
     En ese sentido, la acción comunicativa es necesariamente social no porque depende de la mediatización tecnológica (racionalidad instrumental), sino porque opera desde la mediación dialógica(racionalidad argumentativa). Se enraíza en la política, es decir, en el reconocimiento del otro como un interlocutor legítimo con el cual se interactúa para lograr ciertos fines, porque en última instancia se refiere al hacer en común, a la comunidad. Desde su perspectiva, el objeto de una ciencia de la comunicación es el de clarificar las condiciones de validez para legitimar el ejercicio dialógico, esto es, para establecer un marco normativo común sobre el cual hablar y dentro del cual los interlocutores, al adquirir reconocibilidad lingüística, pueden visualizar racionalmente los temas o situaciones que importa atender.
      Desde luego Habermas no es el único en trabajar desde esta perspectiva. La originalidad de su obra, que en buena medida radica en su asombrosa capacidad para incorporar y sintetizar ideas provenientes de las más distintas direcciones, remite a los estudios sobre semántica de Adam Schaff (Lenguaje y conocimiento), los de la gramática generativa de Noam Chomsky (Lenguaje y entendimiento y Reglas y representaciones), así como al análisis de los “actos de habla” desarrollados por J. L. Austin (How to do things with words) y John R. Searle (Speech acts).
     Con estos autores, Habermas cataliza algo que Richard Rorty había advertido desde 1967 y que denomina, justamente, como el giro lingüístico[20]. Rorty escribe desde una perspectiva crítica respecto de la filosofía analítica—la concepción lingüística del positivismo lógico—y la dirige a los límites que se implican tanto en la estructura como en el uso del lenguaje para formular predicados, enunciados y proposiciones en torno de la identidad, el conocimiento, la certeza y la verdad (es decir, en torno de la posibilidad misma de comunicar algo y de entender lo que se nos comunica).
     Permítaseme un pequeño excurso a este respecto, porque tiene que ver precisamente con la relación entre lenguaje y comunicación o, mejor, con el problema de la comunicabilidad lingüística. ¿Hasta qué punto puede fincarse la acción de comunicar en el uso del lenguaje? ¿Hasta qué punto la estructura del lenguaje—su lógica interna—corresponde a la estructura lógica del mundo y por tanto es capaz de representarla y significarla? En parte, estos problemas subyacen en el sustrato mismo de la Teoría de la acción comunicativa  y su fundamentación en lo que Habermas denomina unapragmática universal.
     A partir de la primera mitad del siglo XX, los problemas relativos al lenguaje cobraron nueva visibilidad. Durante siglos, el campo del estudio del lenguaje había permanecido como una provincia del conocimiento relativamente aislada de las demás ciencias y se le veía como la especialidad de seres ociosos, o bien, como espacio reservado a genios oscuros y poetas atormentados. Pero además de los avances en el propio campo de la lingüística[21] que comienzan a gestarse a finales del siglo XIX y principios del XX, se presentaron problemas relativos a la comunicabilidad de los avances de la investigación científica, particularmente en los campos de la física y la matemática.
       Todavía hacia el siglo XIX se daba por sentado que todo conocimiento científico podía explicarse utilizando el lenguaje ordinario (el que todos hablamos), aun valiéndose de metáforas y analogías para facilitar su traducción de los lenguajes especializados propios de la ciencia (la matemática, la geometría o la notación química). Ahí están la manzana de Newton, Galileo dejando caer dos objetos de diferente tamaño que llegan al piso al mismo tiempo, para explicar la gravedad, o bien, la imagen de Carlos Darwin, montado sobre las ramas de un árbol, con aspecto simiesco, para aludir—con ironía escandalizada—a la teoría de la evolución, o incluso el uso de un medio de locomoción antiguamente conocido por todos (el caballo) para significar la potencia que podían alcanzar las nuevas máquinas y motores (de ahí caballos de fuerza), analogía que aún hoy, cuando ya muy pocos saben lo qué es un caballo, se sigue utilizando para referir la potencia de las turbinas de los aviones o de los motores de los autos de carrera.
       Sin embargo, conforme avanzó exponencialmente la ciencia, en especial la física, la capacidad lingüística para comunicar estos conocimientos entró en crisis. No es lo mismo hablar de evolución, gravedad o de las propiedades de una sustancia, como el agua, que hablar de partículas subatómicas, de las “atracciones fuertes” y las “atracciones débiles”, de campos electromagnéticos, de la curvatura tiempo-espacio, de materia oscura, de partículas de antimateria o de hoyos negros. Las asimetrías entre el contenido de los nuevos descubrimientos científicos y las dificultades para traducirlos al lenguaje ordinario motivaron una nueva línea de investigación en el campo de la filosofía (por ejemplo, el desarrollo de la lógica simbólica) y, de hecho, dieron pie a lo que se conoce como filosofía del lenguaje.
      Una de las escuelas de pensamiento que trabajó sobre este campo fue el positivismo lógico, al que de modo general se le conoce como filosofía analítica. Destaca en particular el complejo ejercicio que llevaron a cabo, entre otros, Bertrand Russell y Ludwig Wittgenstein, para generar un “nuevo” lenguaje, o metalenguaje, que se conoció como “atomismos lógicos”. La idea de estos atomismos[22], una suerte de unidades lingüísticas mínimas de significación, con propiedades formales semejantes a las de los símbolos empleados en una ecuación o serie matemática, era procurar que toda enunciación estuviese articulada con proposiciones cuyo contenido pudiese ser empíricamente verificable o refutable. Partiendo de la premisa que la lógica define el ámbito de lo que puede ser dicho con sentido, Russell y Wittgenstein sostuvieron que el conocimiento científico, especialmente el del mundo físico, sería el único discurso posible con sentido[23]:
     De manera paralela a la filosofía analítica, se desarrolló una escuela de pensamiento conocida comopragmatismo. Si la filosofía moderna es, en buena medida, filosofía del lenguaje (lo que la convierte, también, en crítica de la comunicación) es porque hubo quien cayó en la cuenta que la estructura funcional u operativa del lenguaje como tal antecede a su forma lógica y a los predicados del pensamiento lógico.
     En un sentido opuesto al de la filosofía analítica, el pragmatismo junto con la fenomenología y el idealismo crítico[24] (aun tomando en cuenta sus diferencias), sostienen que no es el lenguaje el que se deriva del pensamiento lógico, sino éste el que se deriva de aquél y que, en principio, la función del lenguaje no radica tanto en su veracidad para representar la estructura objetiva del mundo, cuanto en su capacidad vinculante y convencional entre los hablantes de una lengua. Desde el pragmatismo, la idea de expresar proposiciones cuyo criterio de veracidad dependa de que su contenido sea empíricamente demostrado o refutado, constituye menos un avance  que una limitación radical de las posibilidades del discurso, precisamente porque conforme más se avanza en el conocimiento empírico de la realidad, más difícil resulta afirmar algo con absoluta certeza[25].
      El problema, entonces, no radica en si el lenguaje es capaz de construir un sistema empíricamente verificable para referirse el mundo tal cual es, externo a la propia subjetividad lingüística, sino en cómo se visualiza el mundo en lenguaje y cómo éste lo hace “habitable”. De otro modo ¿qué sentido tendría un mundo al que no podríamos designar de manera lingüísticamente ordinaria y al que no podríamosreferirnos convencionalmente? [26] Por muy objetiva que fuera la estructura de las proposiciones respecto del mundo enunciadas bajo la forma de los “atomismos lógicos” se trataría, en los hechos, de un mundo incomunicable. Desde la perspectiva del pragmatismo el punto central no es la imagenobjetiva del mundo, cuanto: ¿qué es el mundo sino aquello que, en última instancia, escomunicable[27]?
     Regresemos a Habermas. Dado que para construir sus objetos de estudios las ciencias sociales dependen de las formas en que la propia sociedad concibe y representa lingüísticamente al mundo; dado que la teoría social replica los giros en el campo de la filosofía y dado que tanto ésta como las ciencias sociales también dependen del lenguaje para operar su conocimiento, lo que se propone en laTeoría de la acción comunicativa, ni más ni menos[28], es un golpe de estado epistemológico: desplazar los conceptos de trabajo y producción material (y con ellos, el predominio de la racionalidad instrumental), sobre los que se había articulado la teoría social clásica—de Smith y Marx a Weber y Durkheim—para colocar, en su lugar, el concepto del lenguaje y su concreción como acción comunicativa, pero desde una perspectiva pragmática.
      Así, más que una “nueva” teoría de la comunicación, en el sentido de proponer un paradigma alternativo al de Laswell, o a la teoría matemática de la información de Claude Shannon, la obra de Habermas se proyecta como un replanteamiento de la teoría social en su conjunto[29], a partir del lenguaje como práctica comunicativa: el lenguaje se yuxtapone a las relaciones prácticas porque, sugiere Habermas, el habla es el modo de ser práctico elemental de toda forma de vida social y de lo social mismo[30].

IV
¿Quiere decir que la comunicación debiese ocupar ese sitio privilegiado como centro de las ciencias sociales que se han disputado, alternativamente, la economía, la sociología y la ciencia política? Como advertí en relación con la antropología, la semiótica y la lingüística, me parece que no. Ninguna disciplina constituye una realidad en sí misma, ni su objeto delimita un territorio impenetrable para las demás[31]. La política se sirve tanto del lenguaje como de la economía; ésta, a su vez, no podría prosperar sin una concepción de la estructura social y sus relaciones (no es otro el sentido de la economía política) y ¿qué sería de la sociología si no tuviera sus raíces firmemente ancladas en la antropología y la etnografía? Antropología y etnografía, por su parte, nos devuelven al problema de la representación del pensamiento que, a su vez, se concreta en su significación lingüística común, es decir, en la comunidad y, con ésta, en la comunicación.
      El concepto de comunidad[32], me parece, constituye la matriz problemática de toda forma de investigación social. No se podría plantear el campo del derecho, de la política, de la sociología, de la economía, de la antropología y, desde luego, no puede haber investigación en comunicación sin la problematización del concepto de comunidad. La gran experiencia de lo humano radica en ese ser-en-común, que es un hacer-en-común y, también, un pensar y un decir-en-común. El estudio del lenguaje y, más específicamente, el estudio de su uso social, es un camino para adentrarse en el problema de la comunidad y en el problema de la comunicación. Nada habría más paradójico—y nada resulta más problemático—que la idea de un “lenguaje privado”[33]. Todo lenguaje es, cuando menos pragmáticamente, social[34], no individual.
      La idea del individuo, del sujeto trascendente como una categoría de análisis universal (que se traduce, por ejemplo, en la idea de ciudadano o de la persona como un ser dotado de ciertas garantíasindividuales), es propia de la modernidad y de las sociedades modernas, pero es ajena al origen de la experiencia humana y al desarrollo de la cultura[35]. Aun hoy, en el marco de las metrópolis y de los centros urbanos más despersonalizados, emerge—muchas veces como un elemento radical de resistencia—el espacio comunitario del barrio y, si no, el de la de pandilla o el de la banda. Kilómetros y kilómetros de graffiti nos lo recuerdan. ¿No se habla ya de tribus urbanas, que dejan su “marca”, es decir, su “signo”, en la pinta territorial de muros y portones? Por cierto: los graffiti tienen una mayor conexión de sentido con las pinturas rupestres de Altamira, que todos los programas de Animal Planet.
      Quizás uno de los retos más importantes a los que se enfrentan las ciencias sociales y, con ellas, el campo de la comunicación, es el replanteamiento del problema de las comunidades, de los espacios colectivos (mundos de vida, dirían los fenomenólogos) donde la vida en común adquiere forma y sentido. Sea que aceptemos o no el concepto de “globalización”, lo cierto es que vivimos en una época de diásporas, de migraciones que fracturan y resquebrajan la vida en las comunidades de origen.
      Con ello se diluyen también las identidades, los referentes simbólicos y la potencia del lenguaje como vaso comunicante. No deja de ser paradójico que, pese a todos los medios y las tecnologías “personales” de “comunicación” (los smart-phones, Blackberries, Blog spots, Twitter y Facebook), vivamos en lo que Zygmunt Bauman llama “tiempos de desvinculación”[36].
      Habría que preguntarnos si una de las tareas fundamentales de las ciencias sociales no es la de plantear estrategias que permitan, nuevamente con Bauman, “rearraigar lo desarraigado”, reencontrar lo común en la vida de la comunidad, aquello que le da al mundo y a los sujetos que lo habitan, su razón de ser. Se trataría no sólo de un problema propio de la política, de la sociología o aun de la antropología. Se trata, también, de recobrar el sentido y la posibilidad material de la comunicación—los espacios del uso social del lenguaje y de la proyección colectiva de formas simbólicas—como la argamasa misma que une la estructura social, vincula a la comunidad y le da sentido.
      De hecho, para el antropólogo Jules Henry, que trabaja la dialéctica entre la creación cultural y su capacidad autodestructiva (“desde el arco y la flecha hasta el núcleo atómico”), el problema final que se le presenta al hombre—y por tanto, el problema final que se le presenta a la investigación social en cualquiera de sus formas—es el de “aprender a vivir consigo mismo[37]”. Ninguna otra especie enfrenta una disyuntiva de esa naturaleza. Tal vez por eso es que ninguna otra especie ha encontrado necesario, como parte de sus mecanismo evolutivo, desarrollar la comunicación no en el sentido de operar señales y responder a estímulos físicos, sino en el sentido de crear todo un universo de referencias simbólicas y de sistemas crecientemente complejos de representación intersubjetiva (una semiósfera) para designarse y significarse a sí mismo y a su mundo, es decir, una cultura, una realidad creada que trasciende los límites de la realidad natural e inmediata.
     No sostengo que la respuesta a qué es la comunicación y a cómo podemos estudiarla se encuentre necesariamente cifrada en este campo problemático, o bien, en alguna de las posiciones teóricas que he tratado de esbozar, o en todas ellas. Pero creo que podemos avanzar mucho si, desde la comunicación, aprendemos a hablar el lenguaje de las ciencias sociales, a fin de que éstas puedan comprender lo que tenemos que decir sobre nuestro objeto. A su vez, esta sería una provocación para que las ciencias sociales aprendan a hablar el lenguaje de la comunicación, a fin de que nosotros podamos comprender lo que ellas tienen que decir sobre sus objetos.
Señala Alberto García Lozano:
Nos pronunciamos en contra de la tesis esencialista de dividir el conocimiento en diferentes disciplinas de acuerdo con las cosas o esencias que estén reflejando. Si queremos establecer diferencias dentro del conocimiento científico, éstas se tienen que establecer a partir de los problemas que la investigación científica trata de resolver.[38]

Preguntaría Platón: ¿No es el conocimiento, la verdad que nace del entendimiento de las cosas, el resultado de un diálogo que al irse construyendo, construye al mundo?[39] En el caso de la comunicación y las ciencias sociales, se trata de un camino de doble dirección, del que una parte ya está andado.
      El estructuralismo nos lleva al problema de la comunicación por los senderos de la semiótica y la semántica; la fenomenología, por una hermenéutica que puede ser, también, etnometodología y la teoría de la acción comunicativa por un pragmatismo dialéctico que se resuelve, así sea idealmente, en la construcción de un mutuo entendimiento capaz de llegar a acuerdos racionales. Pero en todos los casos, el problema fundamental de la comunicación no es uno de técnicas ni medios, sino el de lasignificación que anida en la palabra y en la inteligencia, es decir, en la inteligibilidad misma por la que se significa el vivir, el hacer y el decir en común.
      La comunidad, el senso comunis de la Roma antigua, presupone la comunicación en dos acepciones: como sentido común (la más pragmática de las formas del entendimiento y del diálogo) y como comunidad de sentido (lo que se ha construido a través del lenguaje y se teje como horizonte de referencias simbólicas). ¿Puede pensarse la comunicación afuera de los márgenes de la comunidad? ¿Puede pensarse la comunidad sin el asidero de la comunicación?
      Por otra parte, tampoco sostengo que la comunicación sea ajena al estudio de los fenómenos mediáticos. Lo que sí creo es que el objeto de la comunicación—y con ella, el de nuestro Centro de Estudios—no nace de éstos ni agota en ellos. Si despareciesen los medios, quedaría viva la comunicación. En cambio, si desaparece la comunicación los medios no nos sirven de gran cosa, porque con la pérdida de aquélla también se habría perdido nuestro verdadero objeto de estudio: la dimensión significativa del ser social.
       En última instancia, la comunicación, como la política o las estructuras de la organización colectiva, no es sino una forma particular que adquieren las relaciones sociales, en determinadas circunstancias espacio-temporales. En nuestro caso, esa forma se traduce como el problema de una praxis dialógica y simbólica que, puesta en los términos de Pierre Bourdieu, constituye toda una economía de intercambios lingüísticos[40]. Pero una economía así no se puede comenzar a plantear desde la forma particular que adquiere y que es válida sólo en un momento determinado de su evolución (i.e., los medios y la modernidad), sino que requiere ser entendida en su largo recorrido histórico, como parte misma del proceso por el cual los actores sociales construyen, si no la realidad, cuando menos un mundo que podría ser colectivamente habitable.
      Por eso creo que no está mal retroceder en el tiempo para entender nuestro presente. Lo dijo alguna vez Heráclito: Sólo una cosa es sabia. Conocer el logos que lo gobierna todo a través del logos.

oOo


* Profesor adscrito al Centro de Estudios en Ciencias de la Comunicación, Facultad de Ciencias Políticas y Sociales, UNAM.

[1] En realidad ninguna disciplina suele trabajar este tipo de cuestiones que, en efecto, son problemas que configuran el campo de la filosofía y la lógica de laS ciencias. Dentro de éstas, corresponde a la epistemología investigar las implicaciones de las distintas disciplinas, la coherencia de los modelos teóricos con los que trabajan y la validez y pertinencia de sus objetos. En la FCPyS, este tipo de cuestiones serían tema, así sea de manera más amplia y general que en la filosofía de las ciencias, en el Centro de Estudios Teóricos e Interdisciplinarios en Ciencias Sociales (anteriormente, Centro de Estudios Básicos en Teoría Social).

[2] En el cuento “El Aleph”, publicado en el libro homónimo, en 1941, Borges recuenta sus encuentros, una vez al año, con un personaje al que llama Carlos Argentino Daneri, poetastro e intelectual de altos vuelos, que se encuentra trabajando en una suerte de Poema Universal de la Humanidad. Al calor de las copas, que Borges ofrecía con la vana ilusión de que su interlocutor se desvíe del tema de su obra literaria, Argentino Daneri comienza una apología del “hombre moderno” y comenta:
“Lo evoco en su gabinete de estudio (…), provisto de teléfonos, de telégrafos, de fonógrafos, de aparatos de radiotelefonía, de cinematógrafos, de linternas mágicas, de glosarios, de prontuarios, de boletines…Observó que para un hombre así facultado, el acto de viajar era inútil; nuestro siglo XX había transformado la fábula de Mahoma y de la montaña; las montañas, ahora, convergían sobre el moderno Mahoma”.
     Me parece extraordinaria esta cita porque no sólo parecería que Borges adivina ya la televisión (en los años 40 todavía algo no muy común en las casas), la computadora y los smart-phones o Blackberries. La paradoja es clara: toda esta tecnología, lejos de ampliar los horizontes del hombre, lo acabaría por aislar en un muro de “información”, hasta convertirlo en un sujeto totalmente sedentario que, en efecto, no necesita viajar (nótese el uso del acto o acción de viajar), porque viviría en un estado de permanente virtualidad.

[3] No parto de ni reduzco el problema de la comunicación a un campo logocéntrico, es decir, dominado única o fundamentalmente por el estudio del lenguaje. El problema también se extiende y se imbrica con la imagen estética y con todos los productos (la música, los ritos, los árboles totémicos, etc.) por los que se materializa y objetiva la facultad de los simbólico. Si me centro en el problema de lingüístico es únicamente por una economía de exposición.

[4] En el desarrollo de su vasta teoría, Marx señala, en su Contribución a la crítica de la economía política, que la economía política clásica ha “fetichizado” (también se aplicaría el término reficar) la mercancía y cree que ésta tiene determinadas propiedades o atributos que, siéndole propios, se proyectan en su valor monetario. En realidad, señala Marx, en la sociedad capitalista lo que determina el valor de una mercancía no es la mercancía en sí misma, sino el tiempo socialmente necesario para producirla. La validez de esta hipótesis la habría de comprobar Henry Ford cuando instrumenta la primera planta de ensamblaje en serie para la fabricación masiva de automóviles, hacia 1907-1908, lo que redujo considerablemente su costo.

[5] Para los efectos de la implicaciones de lo histórico en la construcción del conocimiento de lo social, véase García Canclini, Néstor, Epistemología e historia, México, UNAM, 1976.

[6] En este sentido, véase Amador Bech, Julio, “Conceptos básicos para una teoría de la comunicación. Una aproximación desde la antropología simbólica”, en Revista Mexicana de Ciencias Políticas y Sociales, Año L, Número 203 (mayo-agosto de 2008), México, FCPyS-UNAM,

[7] El estructuralismo, como sabe, particularmente el que le sigue a Lévi-Strauss (Barthes, Foucault, Ducrot, Greimas, Courtez), atiende más lo primero—la estructura formal—que lo segundo—la praxis dialógica. De hecho, todo el modelo de la semiótica estructuralista está basado en la distinción originaria que hace Ferdinand de Saussure entre lenguaje y habla, concediendo a aquél las propiedades de estabilidad y sistematicidad objetiva que lo tornan, a diferencia de la espontaneidad errática y temporal del habla, en objeto de estudio científico. Es en estos términos que está cifrado el debate entre semiótica y hermenéutica, o, si prefiere, entre estructuralismo y fenomenología.

[8] Véase, Lévi-Strauss, Claude, Antropología Estructural II, México, Silo XXI Eds., 2008, Pága. 14-16.

[9] Lévi-Strauss, Op. cit., P. 17.

[10] El debate sobre la distinción entre información y comunicación ha sido extenso y ha sido abordado por autores tan diversos como Antonio Pasqualli, Carlos Villagrán, Armando Cassigoli y Robert Escarpit. Sin ponerme en ningún nivel análogo, trabajé este punto en López Veneroni, Felipe, La ciencia de la comunicación. Método y objeto de estudio (título original: Elementos para una crítica de la ciencia de la comunicación), México, Ed. Trillas, 4ª edición, 1997. Pág. 123.

[11] Véase, de Cassirer, Ernst, Antropología Filosófica, México, FCE, 1965. Para una lectura más amplia del significado de lo simbólico y su centralidad cultural, véanse, del mismo autor, Filosofía de las Formas Simbólicas (3 tomos), México, FCE, 1976 y Esencia y efecto del concepto de símbolo, México, FCE, 1978. Vale la pena puntualizar que estas tesis anteceden la propuesta de Lévi Strauss.

[12] Cassirer, Antropología…op cit., Pp. 57. Cassirer mismo refiere las investigaciones de Charles Morris publicadas como “The Foundation of the Theory of Signs”, en la edición de 1938 de laEncyclopedia of the Unified Sciences. La cursiva es mía.

[13] Véase, Ricoeur, Paul, Tiempo y Narración (3 tomos), México, Siglo XXI Eds., 2008. Ricoeur retoma el concepto de mimesis de Aristóteles y la retrabaja en una triple vertiente: la prefiguración del relato, su configuración y su refiguración. Para una exposición más sintética y didáctica, véase, del mismo autor, Teoría de la Interpretación, México, UIA-Siglo XXI Eds., 2002.

[14] Vale la pena puntualizar que la tesis de Ricoeur, a quien parcialmente da crédito parcialmente y el concepto de forma simbólica de Cassirer—a quien no da crédito—forman el núcleo de la llamada “hermenéutica profunda” que expone John B. Thompson en el 6º capítulo de su Ideología y Cultura Moderna (México, UAM-X, 1997). Sin duda, la contribución de Thompson radica en haber llevado esta perspectiva al análisis de los medios masivos de difusión, pero la estructura original del modelo y el concepto de forma simbólica se deben, respectivamente, a Paul Ricoeur (su obra se publica originalmente en francés en 1984) y Ernst Cassirer (el primer tomo de su Filosofía de las Formas Simbólicas, aparece publicado en Hamburgo en 1923).

[15] Cassirer, Ernst, El mito del Estado, México, FCE, 1982.

[16] El anschluss, por el cual la Alemania nazi justifica la anexión de Austria, el concepto y la práctica de “la solución final”, por la que se eliminan a 6 millones de judíos luego de haberlos aislado primero enghettos y luego en campos de concentración, la conquista y defensa del llamado Lebensraum, el espacio vital de una supuesta comunidad pan-germánica, de la que había que expulsar a judíos, checos, polacos y franceses, etc., son ejemplos de una práctica discursiva cuya significación estaba acompañada por la distorsión de las formas simbólicas (i.e., el uso de la suástica, la superioridad racial del ario, el reich de los mil años, la necesaria reivindicación del pueblo alemán de su historia mítica, etc.). Esta distorsión generó todo un entorno lingüístico propio del Nacional Socialismo, por el que se erradicó la semántica convencional del idioma alemán.
      Haría falta un análisis del discurso, semiótico y semántico, del manejo del lenguaje en los periódicos, los textos escolares, los carteles, etc. durante el período en que Hitler estuvo en el poder. EL propio Cassirer, estando en el exilio y hasta antes de su muerte, en 1945, comenta que cuando le llegaba algún diario alemán ya no entendía su propio idioma por el grado de distorsión semántica al que éste había sido sometido.

[17] Tómense en cuenta que la novela fue publicada en 1949.

[18] Habermas, Jürgen, The theory of communicative action (2 tomos), Cambridge, Polity Press, 1990.

[19] Imposible entender los conceptos de acción comunicativa y racionalidad argumentativa de Habermas sin referencia a la teoría de la acción que desarrolla Max Weber como el núcleo de su sociología comprensiva. Parte de esta teoría se encuentra desarrollada en Economía y sociedad, México, FCE, 1987 y parte se encuentra en Sobre la teoría de las ciencias sociales, Barcelona, Ediciones de Bolsillo, 1982.

[20] Rorty, Richard, El giro lingüístico, Buenos Aires, Paidós-U.A.B., 1990.

[21] Mencionamos a Saussure. Faltaría señalar también a varios de su coetáneos, como Peirce, en Estados Unidos. En este sentido, vásse de Beuchot, Mauricio, Elementos de semiótica…

[22] Para un análisis más detallado de las implicaciones del positivismo lógico y la filosofía analítica en el campo de la significación lingüística, véase Tomasini Bassols, Alejandro, Los atomismos lógicos de Russell y Wittgenstein, México, UNAM, 1988.

[23] Véase Wittgenstein, Ludwig, Tractaus Logico-Philosophicus,

[24] Vale la pena señalar, por cierto, que esta posición es análoga al argumento por el cual Cassirer rompe con el idealismo racionalista de la escuela neokantiana de Marbugo,  con la que se le suele todavía identificar y da un giro que lo lleva del problema del conocimiento científico al del lenguaje y el mito. Aun cuando Cassirer estaría lejos de ser considerado un pensador pragmático, reconoce que cualquier consideración en torno del lenguaje debe partir de su estructura y función básicas. Sus alcances como expresión lógico-racional son muy posteriores a su origen estrictamente relacional y convencional.

[25] Para quienes crean que este tipo de discusiones son enredos metafísicos o producto de la ociosidad filosófica, conviene recordar que están en el centro mismo de la física moderna (cuando menos en su vertiente subatómica). Son relativos al principio de la indeterminación o incertidumbre que propone Heisenberg en 1927 (o se determina la posición de una partícula, pero se ignora cuál es su posible trayectoria, o bien, se estudia la partícula a partir de su trayectoria—por tanto, se captan su función y sus efectos—pero sin poder determinar su posición atómica). También se expresan en el debate Einstein-Bohr, respecto de si la “realidad” de la trayectoria de una determinada partícula depende, o no, de que se le observe.
      La mecánica cuántica de Bohr sostenía, para horror de Einstein, que la trayectoria de una partícula “sólo existe si se observa la partícula y ella (la trayectoria) se realiza precisamente como un resultado del acto de observación”, lo que contradecía todo el edificio racionalista que define la objetividad como aquello que es, como realidad externa a nosotros, independientemente de que se le observe o no.
     Al respecto, véase De la Peña, Luis, “Einstein, navegante solitario”, en Einstein, México, CONACYT, 1979, Pp. 52-53.

[26] El propio Wittgenstein, estaba consciente de esta limitación y llega a un punto en su Tractatus en que advierte que la consecuencia de un lenguaje únicamente cifrado en torno de proposiciones de carácter lógico-científico sería el silencio: “De lo que no se puede hablar, hay que callar”, inaugurando un escepticismo en el que otros filósofos, como Ramón Xirau, advierten también un misticismo no ajeno al de San Juan de la Cruz.

[27] No debe verse como una paradoja el que en un a etapa posterior de su trabajo filosófico, que se recoge en sus Investigaciones Filosóficas, obra póstuma, publicada tres décadas después de suTractatus, Wittgenstein emplee una serie de metáforas para referirse al sentido lingüístico (el lenguaje como un ciudad que no puede conocerse sino recorriendo y perdiéndose entre sus callejas, callejones y rincones) y se refiera a las palabras como “pictures of facts” (cuadros o imágenes de hechos), mientras que la articulación de oraciones implica ciertos “language games” (juegos de lenguaje), con sus reglas y equivocaciones.
      Quizás la proposición más interesante de ese texto, desde el punto de vista del problema que estamos discutiendo, sea que señala “Los límites de mi lenguaje, significan los límites de mi mundo”.
       Véase, Wittgenstein, Ludwig, Philosophical Investigations, Oxford, Basil Blackwell Ltd., 1988. La primera edición de esta obra se hizo en 1952, con los materiales trabajados por Wittgenstein entre 1947 y 1949.

[28] Véase la crítica al pensamiento de Habermas en Solares, Blanca, El síndrome Habermas, México, FCPyS-M.A. Porrúa, 1995.

[29] Quien se haya adentrado en el laberinto temático de los dos tomos de la Teoría de la Acción Comunicativa podrá advertir que, en efecto, el desarrollo de la obra de Habermas está ligado a la evolución y las transformaciones de las ciencias sociales y la crítica a sus distintos paradigmas; nada tiene que ver con la cuestión de los medios tecnológicos de información y mucho menos con una teoría en torno de éstos.

[30] No es lejana esta posición a los argumentos que desarrolla Martin Heidegger en El ser y el tiempo.

[31] La crítica a la tesis esencialista de la ciencia es uno de las líneas principales de la epistemología moderna. A este respecto, véase, entre otros, García Lozano, Alberto, “Ciencia y filosofía”, en La filosofía y la ciencia en nuestros días, México, Grijalbo, 1976; Bourdieu, Pierre, et al., EL oficio de sociólogo (en particular el segundo capítulo, “La construcción del objeto”), México, Siglo XXI Eds, 1998, y Bachelard, Gaston, Epistemología, Barcelona, Editorial Anagrama, 1982.

[32] Un texto de referencia que vale la pena consultar en este sentido es el de Zygmunt Bauman,Comunidad (en busca de seguridad en un mundo hostil), México, Siglo XXI Eds., 2008.

[33] La paradoja de la privacidad del lenguaje, es decir, la idea de un lenguaje no comunicable o, si se prefiere, no comunicante, es uno de los problemas centrales de la filosofía postanalítica. A este respecto puede verse Villanueva, Enrique, Lenguaje y privacidad, México, UNAM, 1984 y Kripke, Saul,Wittgenstein: reglas y lenguaje privado, México, UNAM, 1989.

[34] De ahí que resulte un pleonasmo el concepto de “comunicación social”. ¿Qué comunicación no lo sería?

[35] Para diversos antropólogos, uno de los puntos de inflexión en el tránsito de las sociedades tradicionales a las sociedades modernas radica en el tránsito del concepto de “comunidad” al concepto de “individuo” como eje referencial de la identidad. El hombre antiguo no se puede concebir sino como comunidad (antes que un “yo” es un iroquí, un tzetzal o un mapuche); el hombre moderno, por el contrario, se asume como un individuo diferenciado y relativamente autónomo (con obligaciones y derechos) respecto de la comunidad. Para el sujeto tradicional la comunidad es esencia ontológica; para el sujeto moderno, la comunidad es teatro de operaciones y marco de referencia. Entre otros, véase la introducción a Henry, Jules, La cultura contra el hombre, México, Siglo XXI Eds., 1967.

[36] Bauman, Z., Op. cit.

[37] Henry, Jules, Op. cit.., Pág. 13

[38] García Lozano, Op. cit., pág. 63. El subrayado es mío.

[39] El concepto de diálogo permea toda la obra platónica. Pero el diálogo en Platón no es meramente conversación, intercambio de cuchicheos; es un método (la mayéutica) por el cual los interlocutores, al ir cuestionando mutuamente sus observaciones, se obligan a depurarlas, reconsiderarlas y reformularlas, hasta llegar a un acuerdo, a ese mutuo entendimiento que reaparecerá, por una parte, en la práctica del psicoanálisis freudiano (y en general en toda forma de terapia psíquica) y, también, en el concepto de acción comunicativa de Habermas.

[40] Véase, Bourdieu, Pierre, ¿Qué significa hablar?

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